Cuento: Muere un niño Africano



“Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña”. (Kevin Carter)
Foto de kevin Carter Sudan 1993 
  Escribe: Jesús Mojo López

Cuando lo vi, estaba solo y llorando, sus lágrimas regaban el infértil suelo  Africano; era un enorme delirio verlo en aquella posición tan absurda como ilógica, los pequeños surcos que formaban sus costillas eran carbonizados por el radiante calor. Estaba agachado, en posición fetal, y tenía la mirada clavada en el suelo, como si aquella mirada le pesara y no tuviera más fuerza que, rendirse a la tierra estéril y arenosa, y esperar la hora definitiva.
En el cuello llevaba una especie de collar, estoy seguro que no lo fue; y en las manos una cosa similar, quizá era un trapo viejo.
Sus manos apretaban con empeño alguna porción de tierra y hierba. Aquel pobre niño Africano, no pesaría mas de diez kilos, los huesos se le notaban por todo el cuerpo y, en aquel momento respiraba como si padeciera del asma; estoy seguro que buscaba una gota de agua o una migaja de comida. Alrededor de la comarca no había más que un pequeño hoyo de agua, él niño estaba a cientos de metros de aquel hoyo.
¿Comida?  La comida estaba a cientos de kilómetros, conseguirla era un sueño, saborearla un ensueño.  
Era el sombrío mediodía Africano ¿Cuántos niños estarían así ahora?  A su alrededor era un silencio absoluto, como si la naturaleza prescindiera de su muerte, y le rindiera sus finales minutos de silencio.
Cuando inesperadamente, surcando el cielo despejado y solitario, aterrizo un buitre a escasos metros del niño; negro como la muerte, enorme como un cóndor andino, de mirada sutil y penetrante.
El buitre, esperaba el último respiro de aquel moribundo niño, mientras el tiempo transcurría, él, iba y venia, de aquí para allá, calculando cada leve movimiento del niño. Con la cabeza agacha, con sus pasos etéreos y seguros.
Al morir el sol africano; el niño era la sabrosa merienda de  varias docenas de buitres.
Lo que alguna vez fue un cuerpo viviente, ahora solo eran últimos pedazos de huesos blancos combinándose con la negrura de aquellos carroñeros que, saltando y comiendo con jolgorio disfrutaban limpiando la naturaleza, era su trabajo ¿Qué se podía hacer?
Ahora, estoy seguro, que ya no existen los buitres ni el niño; pero estoy convencido, que otros niños y otros buitres siguen ofreciendo aquel espectáculo.

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