Escribe:
Jesús Mojo López[1]
Vivo en un país fracturado por sus
enormes abismos sociales, una patria que tiene su historia manchada de sangre
militarista, triste y harapienta. Se acerca a sus dos siglos como república y nada parece haber
cambiado. La guerra del pacifico parece
haber hundido nuestro orgullo nacional, tenemos una pobre autoestima socavada y
un peligroso ánimo revanchista. Nuestra patria olvidada es una enorme paradoja,
hay paz sin justicia, muchas derrotas sin guerras, hay legalidad sin leyes
legitimas; todo parece establecerse sobre una patria paria, sin historia que
conozca su gente ni destino inequívoco en el horizonte.
Nuestra patria sin fondo se alimenta
de falsos orgullos, orgullos inútiles que no nos sirven para trascender el
tiempo ni la historia.
Somos el resultado de nuestra
costumbre sumisa, nuestra historia fue historia de perdedores, porque el
estigma es que los peruanos siempre perdimos; y esa historia es mutilada en la
historia oficial, nos enseñaron que procedemos de un pasado prodigioso, cuando
en realidad sobrevenimos de penurias, sangre, humillaciones y persecuciones.
Procedemos de la dependencia económica, y fue así, cuando las grandes economías caían o caen
nosotros caemos en la peor de las podredumbres; jamás intentamos encontrar
nuestra propia identidad como país, somos copia de lo que ya existe. A nadie le
interesa nuestro modelo económico, político o social porque jamás fuimos
originales; en los últimos tiempos no producimos ninguna idea original o al
menos después de Mariátegui o Vallejo.
Vivimos de la realidad subalterna que
producen las pantallas o las radios parametradas. Las noticias son mercancía
que se vende, la información son datos a partir de los cuales uno piensa y saca
su conclusión. Por tanto somos fanáticos
de la noticia más no de la información.
Alimentamos dentro un ambiente hostil
por lo peruano y adoramos lo importado, como si ello aumentara nuestra exaltación nacional. Es preciso ser
sinceros para recomenzar un camino, y saber: pobre patria el Perú, tantas veces
en el olvido colectivo, tantas veces negada. Uno es peruano por haber nacido en
esta tierra, pero es relativo, porque uno pudo haber nacido en cualquier otro
lugar y terminar siendo un extranjero en el Perú.
Pero recomencemos.
Garcilaso nos enseñó que nuestra
historia incaica es mágica y portentosa, pero al cabo terminamos gritando
¡Indio! a los descendientes de tan brillante organización social. Bartolomé de
las Casas, nos mostró que los naturales no eran animales salvajes, sino más
bien los genocidas eran los sobrenaturales (españoles) que dirigieron la
aventura más sanguinaria de la historia registrada.
Con San Martin y Bolívar aprendimos
que podemos vivir sin ataduras, con Ramón Castilla aprendimos que podemos
construir una patria que establezca su economía independientemente. En la
guerra del pacifico aprendimos a no meternos en líos ajenos y perdimos un gran
espacio geográfico que hasta hoy lamentamos, con la republica aristocrática
aprendimos que los habitantes de los andes era poco menos que peruanos que vivían
alquilados en un extraño país.
Las dictaduras militares nos
enseñaron que los peruanos necesitábamos mano dura, pero terminamos creando
opulencia en algunos y excluyendo a millones de gentes. Los inicios del siglo
XX fue la época de las luces en el pensamiento y aprendimos que tenemos que
pensar nuestra realidad desde dentro para podernos reconocernos a nosotros
mismos y no ser calco ni copia de la vieja Europa o cualquier otro lugar que
miramos con admiración.
Con Mariátegui intentamos
redescubrirnos y entender nuestro devenir histórico y con Haya pretendimos
adecuar una constitución a nuestra realidad y terminamos alentando más la
enfermedad en la que ya estuvimos. Con la funesta aparición de Sendero Luminoso
nos dimos cuenta de que vivíamos en un país fracturado con enormes abismo
sociales, y que todavía seguíamos siendo
un país que olvidaba a sus ciudadanos y los condenaba a morirse en la cima de
los andes.
La pregunta ¿En qué momento se había
jodido el Perú? de Vargas Llosa en su novela conversación en la catedral movió
nuestra ya putrefacta conciencia nacional y volvimos a hurgar nuestra historia.
Debió se en algún momento, a lo mejor en 1532.
La ilegitima constitución de 1993 nos
enseñó que es el poder económico y los poderes facticos los que mandan en esta
patria sin destino, con Fujimori aprendimos que vivíamos de espaldas al Estado
y que nuestra erario nacional era acechada por una insólita corrupción.
Hoy aprendemos que ni la izquierda ni
la derecha es la salvación para nuestra patria. Así estamos, haciendo historia
sin mayor cavilación, siendo pragmáticos en una patria que requiere
constantemente volverse a redescubrir.
Nuestra historia es la de siempre, es
la historia de los países latinoamericanos, es la historia de los olvidados, es
la historia de la corrupción, es la historia política la que escribe nuestras
páginas. Volveremos.
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